El fastpacking, esa criatura híbrida nacida del cruce entre el trail running y el senderismo de supervivencia, es la versión montañera del “viaja ligero pero sufre intensamente”. Se trata, en esencia, de avanzar por rutas de varios días a una velocidad endemoniada, cargando en la espalda todo lo necesario para sobrevivir… y no solo para sobrevivir: también para seguir adelante cuando el cuerpo clama descanso y la mente sueña con duchas calientes y colchones blandos.
Quien se entrega a esta modalidad no solo necesita piernas entrenadas como pistones y pulmones de acordeón alpino. También debe estar preparado para una exigencia mental comparable a una novela de Dostoyevski: larga, intensa y con paisajes emocionales más impredecibles que el tiempo en alta montaña.
El fastpacking exige correr —o al menos trotar con dignidad— por terrenos irregulares, subir pendientes que parecen castigos divinos y bajar laderas que pondrían nervioso al mismo Newton. Y todo esto con una mochila que no pesa tanto como una culpa, pero sí como una decisión mal tomada. Porque sí: cargar con tu propio refugio, comida, botiquín, saco y otras minucias durante varios días convierte cada gramo en una pequeña traición al confort.
Fuerza, sudor y la ciencia de no romperse
¿Prepararse para esto? Implica más que entrenar. Implica domar el cuerpo hasta que entienda que la incomodidad será su nuevo estado base. Caminar y correr largas distancias es solo el comienzo: hay que hacerlo en el tipo de terreno donde se desarrollará el Tour, porque entrenar en el asfalto de la ciudad para correr por crestas rocosas es como ensayar ópera en una discoteca.
Sentadillas, escaleras, equilibrio sobre una pierna: ejercicios que parecen parte de un ritual absurdo, pero que en la montaña cobran un sentido místico. También hay que domar a la mochila, esa compañera muda pero implacable. Al principio parece una leve incomodidad; al tercer día, se siente como una suegra vengativa que te susurra “¿quién te mandó a venir hasta aquí?” cada vez que das un paso.
La mente: ese otro músculo olvidado
Pero lo físico no lo es todo. El músculo más importante en el fastpacking —y en muchas tragedias humanas— es el cerebro. Y no hablamos solo de inteligencia, sino de resistencia mental: esa mezcla de paciencia, terquedad y fe irracional en que lo peor ya pasó.
Visualizar la ruta, imaginar que se supera el obstáculo antes de tropezar con él, es una técnica que raya en la superstición, pero funciona. Practicar mindfulness puede parecer una excentricidad urbana, pero allá arriba, entre nubes y piedras, ayuda a no perder la cabeza cuando el camino se borra, la lluvia arrecia o un calambre amenaza con tumbar tu épica.
También conviene entrenar con desafíos extremos: subidas imposibles, calor sofocante, piernas que duelen como si se vengaran. Así se aprende a negociar con el dolor, a dialogar con él como se habla con un viejo enemigo: sin ceder, pero sin ignorarlo.
¿Y todo esto para qué?
Esa es la gran pregunta. ¿Por qué alguien se sometería voluntariamente a esta mezcla de ultramaratón, excursión y penitencia medieval? Tal vez porque en una época donde todo es inmediato, cómodo y predecible, caminar-correr-sufrir durante días con todo a cuestas es una forma de recuperar lo esencial. Como si al quitar el sofá, el WiFi y el microondas, uno pudiera reencontrarse con una versión más primitiva —y más despierta— de sí mismo.
El fastpacking no es para todos. Pero tampoco lo es el arte, la poesía o enamorarse sabiendo que puede salir mal. Solo quienes se atreven a ir más allá del límite —y a cargar con él— descubren de qué están realmente hechos.